Noche de verano en un restaurante pijo. Los camareros explican los platos como si fueran físicos nucleares ante el descubrimiento de una nueva fórmula. La clientela luce ese moreno, dorado, de buena calidad, que dan las cremas caras y las temporadas en la montaña. Las cenas terminan y dan paso a arquitecturas minimalistas de dulces y cócteles con pepino.
Entonces aparece por allí un señor mendigo, con todos los atributos que caracterizan a su personaje: ropa sucia que le queda grande, barba de cuatro días, piel cuarteada y mugrienta. Se sienta en una mesa libre. El camarero se acerca titubeando, mira a su alrededor: no sabe si atenderle, echarle o llamar al encargado, pero antes de que se decida el mendigo pide con toda naturalidad un gintonic. Le pregunta que qué ginebra prefiere. El mendigo no entiende a qué se refiere así que le recita una lista de marcas. "Bombay", decide satisfecho y espera a que se la traigan sin mirar a nadie. Parece que no es consciente de la curiosidad que provoca. Detrás de los ojos está viendo una imagen alegre, le brillan oscuros y vidriosos.
Le traen su ginebra en copa grande y con mucho hielo. "Ocho euros", le dice el camarero mientras le termina de servir la tónica. El hombre saca un monedero de piel viejo-viejísimo y lo vierte sobre la mesa. Cuenta las monedas una a una hasta llegar al importe en cuestión, muy orgulloso. El camarero las recoge y cuando ya se retira el mendigo le pregunta si tienen latas de cerveza para llevar. Evidentemente no. El señor se decepciona un poco pero se bebe su gintonic premium tranquilamente, sosegado, feliz, como el que celebra un trabajo bien hecho.
Me he enamorado de ese vagabundo ahora mismo.
ResponderEliminarpodemos ir a buscarle a la terraza del Hotel Emperador, por ejemplo
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